Un nuevo estudio señala que la desigualdad se subestima cuando las personas viven en entornos socialmente segregados, pero que la visibilidad de la riqueza dispara la insatisfacción.
Año tras año, la desigualdad se profundiza, se endurece y se afianza en todo el mundo. Menos de 60.000 de las personas más ricas del planeta concentran más riqueza que la mitad de la población mundial en su conjunto, mientras que una élite que representa apenas el 0,001% de la población acumula tres veces más riqueza que el 50% más pobre.
Un nuevo estudio elaborado por un equipo de la London School of Economics (LSE) se centra en un factor clave que contribuye a reforzar esta brecha: la mayoría de las personas no percibe la desigualdad, o no lo hace con suficiente claridad, en su entorno cotidiano, lo que dificulta comprender su verdadera magnitud.
"Una conclusión bastante extendida es que la gente tiene una idea muy equivocada de la desigualdad en la sociedad. En parte, esto se debe a que conceptos como el coeficiente de Gini resultan abstractos: los científicos y los economistas hablan de estas medidas, pero no significan mucho para la gente común", explica a 'Euronews' Milena Tsvetkova, una de las autoras del estudio.
El coeficiente de Gini, utilizado para medir la desigualdad de ingresos, se expresa en una escala de 0 (igualdad perfecta) a 1 (desigualdad máxima) y permite comparar desde distribuciones relativamente equitativas hasta concentraciones extremas de riqueza.
En la Unión Europea, Bulgaria registra el coeficiente más alto, con 0,384, mientras que Eslovaquia presenta la menor disparidad de ingresos, con 0,217, según datos de la Comisión Europea. Entre las grandes economías del bloque, Alemania se sitúa en torno a 0,295, Francia ronda el 0,30 e Italia alcanza aproximadamente 0,322, lo que indica un nivel de desigualdad algo superior al de sus socios europeos.
Sin embargo, estas cifras suelen tener poca relevancia práctica para quienes no trabajan habitualmente con estadísticas. El estudio señala que esta distorsión en la percepción se debe en gran medida a que las personas se relacionan sobre todo con otras de un nivel económico similar. Las redes sociales, amigos, compañeros de trabajo y vecinos, actúan como espejos distorsionados, y la experiencia local se extrapola erróneamente al conjunto de la sociedad.
"Muchas veces tendemos a relacionarnos con personas que tienen una riqueza similar a la nuestra y asumimos que todo el mundo vive de la misma manera", explica Tsvetkova. "Eso nos lleva a pensar que no existe tanta desigualdad".
Según el estudio, cuando la desigualdad no se observa de forma habitual, se subestima la gravedad del problema, lo que reduce la probabilidad de que las personas adopten posiciones o impulsen acciones políticas para combatirla.
El experimento
Para analizar esta dinámica, los investigadores realizaron un experimento en línea con 1.440 participantes, organizados en grupos de 24. Los participantes fueron asignados aleatoriamente a las categorías de "ricos" o "pobres" y solo podían ver las puntuaciones económicas de ocho personas.
Estas ocho observaciones dependían de una de seis estructuras de red previamente definidas, que iban desde grupos muy segregados hasta otros en los que las diferencias de riqueza resultaban especialmente visibles.
A lo largo de tres rondas, los participantes votaron un tipo impositivo destinado a redistribuir los recursos dentro de su grupo. Al final del experimento, se les preguntó si estaban satisfechos con el resultado y si consideraban justa la distribución final.
Los contrastes fueron llamativos. Cuando las personas con menos recursos se relacionaban principalmente con otras en su misma situación, tendían a infravalorar la riqueza de los más ricos. En ese contexto, su situación les parecía normal y votaban a favor de niveles más bajos de redistribución. Como resultado, seguían estando peor materialmente, pero se sentían más satisfechas y menos propensas a considerar injusto el resultado.
En cambio, cuando los participantes con menos recursos estaban expuestos a un mayor número de personas ricas, apoyaban impuestos significativamente más altos, lo que se traducía en una mayor redistribución y mejores resultados materiales. El comportamiento de los participantes más ricos, sin embargo, apenas variaba entre unos grupos y otros.
Las respuestas emocionales ofrecieron una lectura distinta. A pesar de mejorar materialmente, las personas con menos recursos que observaban de cerca la riqueza ajena se mostraban menos satisfechas y más inclinadas a considerar injusto el resultado final. La visibilidad de la desigualdad, más que la redistribución en sí, parecía influir decisivamente en su percepción.
Los autores concluyen que hacer más visible la riqueza puede aumentar el apoyo a la redistribución, pero a menudo a costa de generar mayor tensión social. "Cuando todo el mundo ve a los ricos, ellos no cambian de opinión", señala Tsvetkova. "Pero los pobres empiezan a exigir más, y descubrir hasta qué punto los ricos podrían contribuir puede resultar más frustrante que no conocer el alcance real de esa diferencia".
¿Segregación económica?
El estudio sugiere que una de las razones por las que la desigualdad no siempre se traduce en un malestar social generalizado es que los distintos grupos de ingresos habitan mundos sociales cada vez más segregados.
Las personas con mayores recursos tienden a vivir en barrios distintos, vacacionar en lugares diferentes, enviar a sus hijos a otras escuelas y consumir en espacios inaccesibles para la mayoría. El resultado no es solo una separación física, sino vidas sociales paralelas, con pocas oportunidades de observar directamente cómo viven los demás.
Esta fragmentación ayuda a explicar por qué altos niveles de desigualdad pueden coexistir con bajos niveles de conflicto social. Cuando las comparaciones se hacen casi exclusivamente con personas similares, la desigualdad resulta menos visible y la insatisfacción, menos intensa.
Tsvetkova señala los primeros meses de la pandemia de COVID-19 como un momento en el que estas barreras invisibles se rompieron brevemente. Al principio, predominó la sensación de que "todos estábamos juntos en esto", pero esa percepción duró poco.
A medida que avanzaban los confinamientos, las diferencias en las condiciones de vida se hicieron evidentes. El teletrabajo, la educación a distancia y el aislamiento pusieron de relieve el contraste entre quienes se refugiaban en viviendas amplias y quienes lo hacían en espacios reducidos con familias enteras. La crisis compartida reveló, según la investigadora, experiencias profundamente desiguales.
Tras ese periodo, se produjo un repliegue de las manifestaciones públicas de riqueza. "Hubo un cierto retraimiento entre los ricos", recuerda Tsvetkova. "Ahora estamos entrando en una etapa en la que eso vuelve a cambiar, probablemente impulsado por determinados movimientos y discursos políticos".
Hoy, concluye, la ostentación vuelve a ser difícil de ignorar: desde bodas de celebridades hasta eventos privados ultraexclusivos que exhiben niveles de lujo muy alejados de la vida cotidiana. "La gente se da cuenta de esto", afirma.